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FIALHO D”*ATLMETDA

tros mayores... —aventuraba el Marqués Fulgencio.

—Las provisiones de mis parientes están atrasa- das—decía lacrimoso el mayordomo.

—Las prosperidades de está glorios:. nación, —se puso a decir el alto comercio.

Y Menelao impaciente, dijo:

—¡No, no, no!...

Se apeló a la religión, y vinieron los grandes mi- trados de largos parajes, a implorar a su vez... ¡No! El mismo poeta favorito que veía amenazado su pas- to vigorizador a la mesa de los cuarenta' cubiertos, recibió en el rostro muerto una negativa formal...

Y los periódicos clamaban:

—¡Estamos sobre un volcán!... ¡A las armas...

Pero ¡qué armasl... El populacho que hacía los motines e intimidaba a los poderes estaba del otro lado. Y las fiestas tuvieron lugar, apareciendo los ministros con túnicas amarillas y el rey con ramas de laurel en el cráneo y ricas sandalias cubiertas de zafiros y perlas...

Para llegara la campiña donde estaban puestas las mesas del festín, atravesábase el gran lago, tran- quilo y magnífico como un Mediterráneo. Era en tiempo de Mayo; el cielo tendía como un toldo de montaña a montaña y de horizonte a horizonte; en- tre oasis de palmeras, cedros, baobabs y arenales ondulantes, pequeñitas aldeas reían sobre las aguas, entre revirivueltas de palomos e inviolables cigie- ñas blancas, sagradas en el país. Violentas reverbe- raciones de sol henchían la marina toda de aristas refulgentes, verdotes de juncales entre los islotes

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