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LA CIUDADDELVICIO

con todo, una vez u otra, habíamos de bordear al- guno de los cetáceos inmóviles, que, enfocados por la proa parecían crecer desmesuradamente en los aires, multiplicando la confusión de vergas, escaleri- llas y cordajes, y encendiendo tras las claraboyas de los camarotes sanguinolentos fulgores de ojos desva- riados sin movimiento y sin párpados...

--¿Y la pesca? —dijo Lía en voz baja... Nos apro- ximábamos a la otra orilla... Caían de arriba las aris- tas de los montes, haciéndo tinieblas en la sombra del agua... La marea descendía vagorosamente, arru- llando en el dorso de las olas arrastres de algas ver- dinegras... Encendí a popa una antorcha e hici- mos aito... En derredor, la llama abría una fotosfera geométrica, rayos que se quebraban en el agua, arremolinándose en redes de sangre y en la penum- bra de la noche se desvanecían « medida que se alar- gaban,.. Inmóvil en su banco, Lía tenía la cabeza distraída, envuelta en un pañuelo atado por debajo ie la barba, la nariz quieta, y una serenidad de ros-

zo a cada paso desmentida por la causticidad de sus jos de hebrea...

—¿Y la pesca?—fué lo único que en portugués.me dijo en toda la noche, en un flvido de abstracción monótona, sin sentido y sin alma, con voz que era más bien un eco... Ni un instante, sin embargo, esos ojos me perdieron de vista, pasmados en un des- lumbramiénto de luz, al principio tranquila y dulce, después tenaz, luego feroz e inquietante por fin... No sé explicarme—ni hay cosa alguna que lo explique— por qué infinitesimales vibraciones iban pasando las

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