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DAVID COPPERFIELD.

Aquella noche jugó mal, de modo que su contrincante, despues de haberle dado algunos golpes en las uñas con su cubilete, interrumpió la partida y rehusó empezarla otra vez.

Afortunadamente mi tia me dijo :

— Trot, de cuando en cuando vendreis á Douvres, el sábado por la noche; así pasareis aquí el domingo, y Mr. Dick irá á veros algun miércoles que otro.

Aquella promesa le hizo revivir. Prometió confeccionar una cometa para semejantes ocasiones, mayor que la primera. Sin embargo, al dia siguiente, Mr. Dick se levantó muy triste pensando en nuestra separacion. Hubiera querido al menos probarme todo el interés que le inspiraba, dándome todo su dinero, cosa que hubiese hecho á no haberse opuesto mi tia, reduciendo la ofrenda á un chelin, pero á fuerza de suplicar Mr. Dick obtuvo dar diez. Dímonos los mas afectuosos adioses al pié de la verja, y Mr. Dick entró despues de haber perdido de vista el carruaje que me conducia.

Guiábale mi tia en persona, con mano segura y sin cuidarse en nada de la opinion pública. Con el ojo avizor y despierto, mas tiesa que un cochero de príncipe, atravesó las calles principales de Douvres.

El caballo comprendió que con ella era preciso marchar derecho sin tener caprichos. Sin embargo, en la carretera le dejó ir á su paso, y volviéndose hácia mí, me preguntó cómo estaba.

— Perfectamente y muy feliz, le respondí. Y decia la verdad, al verme a su lado tan confortablemente instalado en un cogin que habia puesto en el cabriolé Juanilla.

Mi tia quedó tan satisfecha con mi respuesta, que estando ocupadas sus dos manos, me lo probó acariciándome la frente con el látigo.

— ¿Me llevais a un gran colegio, mi querida tia? le pregunté.

— Aun no lo sé, me respondió : ante todo vamos á casa de Mr. Wickfield.

— ¿Y ese señor tiene algun colegio?

— No, mi querido Trot, tiene un gabinete de negocios.

No quise preguntarle mas y hablamos de otras cosas, hasta que llegamos á Cantorbery. Aquí, como era dia de mercado, fué para mi tia una magnifica ocasion de poner á trote el caballo, entre unas carretas, cestos, una porcion de legumbres y de puestos de tenderos ambulantes. Estuvimos á punto de engancharnos con algunos, pero salimos vencedores, por mas que todos los espectadores de nuestra carrera no aplaudiesen con frenesí. Pero mi tia no reparaba ni en las alabanzas ni en las críticas, y me atrevo á decir que conducia su carruaje como el mas hábil cochero de Lóndres.

Despues de dar algunas vueltas nos detuvimos delante de una casa muy vieja que formaba un saliente en la calle; tenia las ventanas grandes y cimbradas, y sus vigas talladas se salian fuera del tejado á tal punto que me pareció que todo el edificio se inclinaba. La casa era de una limpieza extremada, con una puerta ojiva pequeña : el aldabon, adornado de una guirnalda de flores artísticamente trabajada, brillaba como un astro. Las dos escaleras de piedra parecian de mármol por la blancura : todos los ángulos, todas las esculturas y molduras, todas las ventanas y ventanillos con cristales originales, parecian nuevos, á pesar de la antigua data que acusaba su forma arquitectónica.

Al examinar aquella fachada al pararse el coche, distinguí en uno de los torreones laterales que completaban la casa, una figura cadavérica que no hizo mas que aparecer y desaparecer.

Al poco rato abrióse la puerta y apareció aquella figura cadavérica : solo que al verla de mas cerca noté en ella ciertas manchas rojizas que se notan en los cútis de aquellos que tienen el pelo rojo ; en efecto, el individuo era muy encarnado, era un jóven de unos diez y seis años, á pesar de aparentar mas edad, y cuyo cabello estaba cortado a rape: apenas si tenia cejas, ni pestañas, y los ojos estaban tan mal protegidos por sus párpados, que me acuerdo me pregunté cómo podia dormir. Iba vestido de negro, llevaba al rededor de su cuello delgado una corbata blanca, y noté su mano tan larga como la de un esqueleto, cuando se puso al lado del caballo, rascándose la barba.

— ¿Mr. Wickfield está en casa, Uriah Heep? le preguntó mi tia.

— Mr. Wickfield está en su casa, respondió el chico : tened la bondad de pasar adelante, y con su mano de mono señaló la puerta.

Bajamos del coche y entramos en un salon que caia á la calle. Allí, desde la ventana, ví á Uriah Heep, á quien habiamos dejado el caballo, que le soplaba en el hocico y cubriéndole al mismo tiempo con su mano, como si tratase de acariciarle.

En frente de una elevada chimenea gótica habia dos retratos: el uno representaba un personaje cu-