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DAVID COPPERFIELD.

Acepté y nos casamos, respondió mi madre con ingenuidad.

— ¡Ah! pobre niña, añadió miss Betsey en voz baja y mirando el fuego con aire ensimismado.... ¿Qué es lo que sabeis?

— No os comprendo, tartamudeó mi madre.

— ¿Cuidar de una casa, por ejemplo?

— Temo que no sepa lo suficiente, como yo quisiera; pero Mr. Copperfield me enseñaba....

— ¡Falta le hacia aprender primero! exclamó miss Betsey, en forma de paréntesis.

— Creo que hubiera aprovechado, por el deseo que tenia de aprender y por la paciencia con que me instruia, si la desgracia de su muerte....

Al llegar aquí mi madre prorumpió de nuevo en sollozos y no pudo continuar.

— Vaya, no lloreis, dijo miss Betsey, os vais a poner mala y no hareis gran bien á mi ahijada.

Este último argumento pareció calmar algun tanto á mi madre; reinó un momento de pausa, y mi noble tia continuó con los piés en los morillos de la chimenea.

— David, prosiguió, habia comprado una anualidad, segun me han asegurado. ¿Qué ha hecho por vos?

— Mr. Copperfield, respondió la interpelada haciendo un poderoso esfuerzo, ha sido lo bastante bueno para asegurarme una parte de dicha renta.

— ¿Cuánto?

— Quinientas libras esterlinas.

— Hubiera podido hacer menos, añadió miss Betsey.

Al llegar aquí redoblaron los sollozos de mi madre; Peggoty, que entraba en aquel momento con una taza de té en una mano y un candelero en la otra, halló tan mal á su señora, — cosa que hubiera notado fácilmente miss Betsey á estar mejor alumbrada la estancia, — que se apresuró á llevarla á su cama; luego, llamando á su sobrino, Cham Peggoty, que hacia algunos días se hallaba escondido en la casa sin que lo supiese su madre, le dijo:

— Id corriendo en busca del médico y de la enfermera.

Uno y otra asombráronse no poco cuando llegaron sucesivamente con algunos minutos de intervalo, al hallar una señora desconocida, de rostro imponente, sentada enfrente de la lumbre, con un sombrero que colgaba del brazo derecho, y ocupada en introducirse algodon en las orejas. Como Peggoty no sabia quién era su madre no decia nada, la desconocida se quedó en la sala sin que nadie se ocupase de ella.

El doctor, al verla en el mismo sitio cada vez que subia ó bajaba del cuarto de la enferma, creyó que venia por idéntico motivo que él, y la dirigió una frase de cortesanía.

Era el hombre mas tímido y meloso, esquivándose continuamente y abandonando su puesto por temor de ser importuno. En vez de andar, puede decirse que se escurria sin ruido y mas lentamente que el espectro de Hamlet. Con la cabeza encogida entre los hombros, con la expresion de una modestia que pedia perdon, por nada de este mundo hubiera dicho una palabra dura y desagradable, ni á un perro, por mas que fuese un perro rabioso.

Pensó que á mi tia le dolian los oidos, y le preguntó con un acento sumamente meloso si sufria de alguna irritacion local.

— ¿Y qué diablos significa eso? respondió mi tia tan bruscamente, que el doctor Chillip, como herido de mutismo, fué á sentarse al lado de la lumbre. En breve fué llamado de nuevo al lado de mi madre, donde permaneció algunos instantes, subió, volvió á bajar, y cuando se escurrió por última vez en la sala, creyó tener un magnífico pretesto para renovar la conversacion.

— Señora, tengo el mayor gusto en daros mi enhorabuena.

— ¿Se puede saber por qué? replicó mi tia severamente.

El doctor creyó haber partido de ligero olvidando la introduccion invariable de todos sus discursos; antes de continuar volvió á saludar con mayor respeto si cabe que la vez primera; en seguida continuó:

— Señora, tranquilizaos; feliz yo que puedo daros la enhorabuena; ya no teneis que temer nada.

En una de estas frases embrollóse el doctor, y mi tia continuaba mirándole, reprimiendo con mucho trabajo su impaciencia, hasta que por fin Mr. Chillip exclamó para terminar su discurso:

— Feliz yo que puedo deciros: ya se acabó todo, completamente todo.

— ¿Y cómo está la madre? preguntó mi tia cruzándose de brazos y sin abandonar el sombrero.

— Muy bien, señora, y espero que cada vez seguirá mejor, prosiguió Mr. Chillip; va todo lo bien que puede ir una jóven primeriza en su situacion. Podeis verla sin inconveniente ninguno.

— ¿Y ella? ¿qué tal está ella? preguntó mi tia con la misma aspereza.