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DAVID COPPERFIELD.

á miss Julia Mills, á quien supliqué me acordase una entrevista, fuese en su sala ó bien en la coci- na, si queria esconderse de su padre... porque si no obtenia aquella entrevista, me volvia completa- mente loco...

Hallaron á su amo á una milla de distancia.

Despues de haber firmado con mi nombre se- mejante peticion, no pude menos de hallarla algo parecida en estilo á las misivas de Mr. Micawber.

Enviéla sin embargo. Asi que llegó la noche, corri á la calle de Mr. Mills, donde me puse á pensar, esperando que me introdujesen en la coci- na. Hubiera podido entrar en el salon sin dificul- tad alguna, á no ser por la preferencia que miss Mills acordaba á todo lo romántico y misterioso.

No quiero describir la escena de demencia que tuvo lugar en la cocina de miss Mills. Julia habia recibido una cartita, que Dora le habia escrito precipitadamente, y en la que le contaba lo ocur- rido, suplicindola al mismo tiempo que fuese i verla; pero Julia desconfiando de la autoridad su- perior en semejantes momentos, aun no habia acudido al llamamiento de su amiga, y segun su espresion favorita, « todos nos hallábamos en el sombrio desierto de Sahara. »

Miss Julia tenia una maravillosa abundancia de palabras, y aunque mezcló sus lágrimas con las mias, no pude menos de nolar que hallaba una cruel volupiuosidad en nuestros dolores. Se com- placia en decir con tierno énfasis que entre Dora y yo se habia abierto de repente un antro inmenso, un antro tal, que solo el amor podia construir un puente para pasarlo.

Los amantes, añadia, están condenados á sufrir en este mundo egoista. Asi ha sido siempre y así continuará siendo, pero qué importa? notaba miss Julia, todas las cadenas con que quieren su-