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DAVID COPPERFIELD.

la que interrumpió mi ensueño y me recordó que me esperaban en la ciudad.

Entré en la fonda antes que se hubiesen levan- tado todos los habitantes, evitando las calles en que alguien me hubiera podido reconocer, sobre todo la de Mr. Wickfield; esto me obligo á dar un rodeo que me condujo hasta el puestecillo de mi antiguo enemigo el earnicero.

Era madrugador, porque lo vi en el dintel de su puerta con un rollizo muchacho en los bra- zos; mi antiguo enemigo, al ser padre, parecia haberse vuelto un miembro pacifico de la socie- dad.

A las nueve nos sentamos á la mesa para almor- zar; cada uno de nosotros trataba de disimular su impaciencia y su ansiedad; por esto á las nueve y media menos cinco minutos, dejé la segunda taza de té que mi lia me habia servido, y me puse à la ventana para esperar á Mr. Micawber.

Felizmente, no habia pasado el quinto minuto de espera, cuando lo vi aparecer en la esquina de la calle, y hubiese estado satisfecho, sin duda, del efecto teatral producido por su aproximacion; él mismo entró con los aires melodramáticos que for- maban parte de sus costumbres.

Mi tia no era mujer que desperdiciase mucho tiempo en saludos y cortesias, y le dijo poniéndose los guantes:

- Ahora, señor mio, estamos prontos para la crupcion del Vesubio ó para lo que querais, y cuando gusteis.

- Señora, respondió Mr. Micawber, yo tambien estoy en disposicion... Creo que me autorizais, Mr. Traddles, para prevenir á la amable sociedad que hemos tenido una comunicacion prévia.

- Es verdad, Copperfield, me dijo Traddles, á quien miraba sorprendido. Durante vuestra ausen- cia, Mr. Micawber me ha consultado como le- gista.

- A menos que me equivoque, Mr. Traddles, la revelacion que preparo es importante.

- No puede serlo mas, respondió Traddles.

- Pues bien, replicó Mr. Mieawber, señora y señores, en semejante situacion, tal vez me conce- dais la honra de dejaros dirigir momentáneamente por un hombre que, aunque indigno de ser otra cosa mas que un objeto perdido en las playas de la humanidad, cs todavia un prójimo vuestro... por un hombre que una fatal sucesion de circunstan- cias y algunos errores individuales, no han podido despojarlo de su forma primitiva, ni arrancarle lodos sus honrados instintos.

- Tenemos confianza en vos, Mr. Micawber, le dije, y haremos lo que mas os plazca.

- Yo sabré responder á esa confianza, continuó Mr. Micawber ; os pido permiso para esperaros en el estudio de Wickfield y Heep, donde vendreis á verme dentro de cinco minutos, á mi, el asalariado del estudio, y direis que descais ver á Mr. Wick- field.

Mi tia y yo miramos á Traddles, que nos hizo una señal de consentimiento, y aprobamos este arreglo.

- Por el momento, prosiguió Mr. Micawber, nada mas tengo que decir. Y haciéndonos un salu- do general, se alejó majestuosamente, pero en ex- tremo pálido.

Consultamos de nuevo los ojos de Traddles, que se contentó con sonreirse, y nuestro recurso fué contar los cinco minutos, al cabo de los cuales partimos para la casa gótica, sin hablarnos, y apo- yada mi tia en el brazo de Traddles, que la servia de caballero.

Encontramos á Mr. Micawber delante de su es- critorio, en la torrecilla de la planta baja; escribia ó fingia escribir, habiendo ocultado debajo de su chaleco la regla del estudio, cuya extremidad se apercibia, á guisa de chorrera.

Comprendi que esperaba le hiciésemos la prime- ra pregunta.

- ¿Cómo estais, Mr. Micawber, le dije en alta voz.

- Mr. Copperfield, respondió gravemente Mr. Micawber, vuestra salud es buena?

- ¿Miss Wickfield está en casa?

- Mr. Wickfield está enfermo, añadió Mr. Mi- cawber, con una fiebre reumatismal; en cuanto á miss Wickfield, no dudo que celebrará recibiros. ¿Quereis entrar, mientras tanto, en las habitacio- nes de Mr. Heep?

Nos precedió en cel comedor, y abriendo la puerta del antiguo estudio de Mr. Wickfield, anunció con sonora voz :

- Mistress Trolwood, Mr. David Copperfield, Mr. Tomás Traddles y Mr. Dick.

Naturalmente, nuestra visita extrañó á Uriah Heep; si hubiese tenido cejas, las hubiese fruncido, pero sus ojillos desaparecieron casi del todo bajo los pliegues de sus párpados.

Si sospechaba algo, no tardó en disimularlo