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DAVID COPPERFIELD.

llos con dos alas, sin adorno de arquitectura en el exterior, y con un mueblaje modesto. Aquella casa me pareció tan solitaria y silenciosa, que pregunté á Mr. Mell si habian salido los colegiales. Aparentó sorprenderse oyendo que yo ignoraba que nos hallábamos en la época de las vacaciones; todos los niños estaban en sus casas; díjome que Mr. Creakle, el director del colegio, se hallaba tomando baños de mar con mistress y miss Creakle, y en fin, que me enviaban allí durante las vacaciones como castigo.

La sala de estudio en que me introdujo, despues de haberme explicado todo esto, era una habitacion triste, larga y estrecha, con tres filas de pupitres, erizada todo lo largo de la pared de perchas para colgar los sombreros y pizarras. Dos pobres ratones blancos, que su dueño habia dejado allí, recorrian todos los rincones de una jaula de forma de castillo, buscando con sus encarnados ojos algo que roer. En otra jaula mas pequeña, habia un pajarillo que volaba de peldaño en peldaño sin cantar ni picotear. Una atmósfera extraña y de una fetidez repugnante hacia recordar á la vez el olor del cuero, del papel mohoso, y de manzanas encerradas largo tiempo que empiezan á fermentar. Las manchas de tinta abundaban tanto, que no hubiera habido mas si, levantado el techo, hubieran caido durante cuatro estaciones una lluvia de tinta, una granizada de tinta y una nevada de lo mismo.

Mr. Mell se separó de mí para ir á llevar las botas á su cuarto, y tuve el placer de medir á lo largo y á lo ancho aquella sala é inspeccionar sus diferentes compartimientos. De repente distinguí un pupitre encima del cual habia una muestra de carton y en ella escritas estas palabras con gruesos caractéres : téngase cuidado, que muerde.

Pegué un respingo encima del banco, temiendo que debajo del pupitre hubiese algun perrazo; pero por mas que miré no ví nada, y cuando Mr. Mell al volver me halló allí, me preguntó que hacia.

— Perdonadme, le dije, busco el perro.

— ¿El perro? ¿Qué perro?

— ¿No es un perro, señor maestro?

— ¿Pero sepamos de qué perro quereis hablar?

— De ese del que es preciso tener cuidado, porque muerde.

— No, Copperfield, replicó vivamente, no es un perro, sino un niño. Se me ha dado órden de que os ponga este rótulo á la espalda; siento mucho tener que empezar dando este paso, pero esa es mi obligacion.

Y diciendo esto, hízome bajar, cogió el rótulo, perfectamente dispuesto para el caso, y me lo ató á la espalda como lo hubiera hecho con una mochila. Tenia el gusto de llevarlo encima á cualquier parte adonde iba.

No es fácil imaginarse lo que me hizo sufrir aquel rótulo : aun cuando no fuese así, siempre creia que alguien me miraba. De nada me servia volverme y no hallar á nadie, puesto que podia llegar cualquiera por la espalda. Y mis sufrimientos los agravaba aun el hombre de la pata de palo. Estaba autorizado para hacerme sufrir aquel tormento, y si me sorprendia apoyado á un árbol ó á la pared, me gritaba con su formidable voz :

— ¡Eh, eh! Copperfield, enseñad el letrero, ó daré parte.

Cierta mañana me ví obligado á pasearme en el patio donde jugábamos, y por el que iban y venian todos los empleados y abastecedores del colegio, á fin de que el rótulo, leido por los criados, por el carnicero, por el panadero, les advirtiese que se guardasen de mí. Ya empezaba á tener miedo de mí mismo, como de una especie de salvaje que mordia.

Habia en aquel patio una puerta carcomida en la cual los colegiales tenian la costumbre de esculpir sus nombres: estaba literalmente llena de aquellas inscripciones hechas con la punta del cuchillo. Al leer todos aquellos nombres, me preguntaba : « ¿Cómo este y el otro sabrán, de vuelta de sus vacaciones, que tienen un nuevo compañero de quien es preciso desconfiar porque muerde? »

Uno de aquellos nombres, el más frecuente y mas profundamente grabado, era el de un tal J. Steerforth.

— Debe ser uno de los mayores, me decia yo, y leerá mi cartel con énfasis y me tirará de los pelos.

Otro de los colegiales se llamaba Tommy Traddles.

— Este tal Tommy, me decia yo, me pondrá en ridículo, bajo el pretesto de que tendrá mucho miedo; este tercero, Jorge Demple, hará unos versos á mi costa; por fin, en el colegio habia cuarenta y tres internos, segun Mr. Mell. No hubo ninguno de aquellos cuarenta y tres que no hubiese escrito su nombre en la puerta, y á cada cual le veia ya gritándome : « ¡Téngase cuidado, que muerde! »

Semejante idea me perseguia al lado de cada