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DAVID COPPERFIELD.

Ya estaba en la tartana...

Me hablaba como lo hubiera hecho á un perro; obedecia lo mismo.

— Aun no he acabado, añadió : noto que vuestros gustos son vulgares; no debeis tener tanta familiaridad con los criados, pues ni con ellos ni en la cocina adquirireis las cualidades que os faltan. No quiero hablaros de la criada, que os mima... porque vos misma, Clara, añadió alzando la voz, mostrais hácia ella gran debilidad, á causa de una costumbre inveterada y de antiguos recuerdos.

— ¡Ilusion bien inexplicable! exclamó miss Murdstone.

— Es el caso, David, añadió Mr. Murdstone tomándola otra vez conmigo, que desapruebo el que prefirais el roce con gente como Peggoty á estar con nosotros, y que es preciso renunciar á tal cosa. Ya me habreis comprendido, quiero que se me obedezca al pié de la letra, y ya sabeis á qué os exponeis desobedeciéndome.

Lo sabia, quizás mejor de lo que él pensaba, y así fué que le obedecí al pié de la letra.

No volví á retirarme á mi cuarto ni á refugiarme al lado de Peggoty; permanecí fastidiándome en la sala, y deseando de todo corazon que llegase la hora de irme á la cama.

¡Cuánto no sufria al pasar horas enteras en la misma soledad, sin atreverme á mover ni un brazo ni una pierna, por temor á que miss Murdstone se quejase de mi turbulencia, esquivando su mirada por no hallar la expresion de su descontento! ¡Y qué horrible fastidio el oir el tic tac de la péndola del reló, ó de contar en voz baja los granos de acero que miss Murdstone ensartaba en forma de rosario! Algunas veces me preguntaba si no se casaria nunca, y semejante suposicion me hacia de-