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DE MADRID A NAPOLES.

¡Albergo Reale! —¡Albergo della Vittoria! —¡Hotel de la Luna! ¡Hotel deEvrope!— Hotel d'Italia! —¡Hotel de la Ville!*—¡Hotel dell: Aquila d* Oro!

—¡Hotel de la Gran Bretagua!..., etc., etc., decian las voces y los letreros.

Entonces reparé en que aquellos ómnibus no tenian caballos; en que estaban en el agua; en que eran góndolas...

La escalera que acababa de bajar, tenia por último peldaño la la— guNA...

La clásica góndola veneciana es hoy la misma que era hace doscientos años; pues existe una rigorosa ley suntuaria que prohibe hacer variacion alguna en su forma. Es una especie de esquife estrecho y largo, todo negro y de una fantástica elegancia, en medio del cual hay una como litera ó caja de coche, en que pueden encerrarse cómodamente cuatro personas.

Antes de entrar en la góndola del muchacho que se habia encargado de mí, eché una mirada en torno mio.

Me encontraba á la orilla de un ancho canal, que se dilataba á dere— cha é izquierda entre elevados edificios, cuya parte superior blanqueaba la naciente luna, mientras que la parte de abajo se perdia en densas tinieblas.

Al través de los cristales de muchas ventanas y balcones se filtraba la luz de las veladas nocturnas, yendo á reflejarse vagamente en la inmóvil y tersa superficie de las aguas.

El alumbrado público proyectaba tambien largas fajas luminosas, mu= cho mas brillantes, en el líquido elemento...

Este cuadro, donde todo era resplandeciente ó negro, agua y luz, ó impenetrable sombra, inspiraba una fúnebre tristeza.

El canal se perdia de vista por sus dos extremos, retorciéndos> de modo que formaba como una S inconmensurable.

El silencio y la soledad que reinaban en él, contrastaban lúgubremen te con el ruido de mi anterior viaje y con el tumulto de la estacion.

Entré en la góndola. Hacia frio. Envolvíme en mi capa española y abrí las ventanillas de la que he llamado litera, á tin de ver todo lo que fuese encontrando al paso.

El gondolero que me habia hablado antes, se colocó á popa, y otro, aún mas jóven, hermano suyo, permaneció á proa.

Cada uno estaba armado de un largo remo, y los dos siguieron de pie durante toda la travesía.

—¿A dónde vamos, señor? me preguntó uno de ellos con un survís:— mo acento en que noté ya las dulces inflexiones del dialecto veneciane, célebre por su infantil ó femenina ternura.

—Al Hotel d*Europe, contesté, recordando mi cita con el prusianc.

Ese hotel está al otro estremo del Canal Grande...

—¿Es este el Canal Grande?.

Sí señor: aquí principia. Tiene cerca de una legua de largo; pero