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DE MADRID A NAPOLES.

Seguíamos bogando.—Los gondoleros remaban en silencio. Sus airosas figuras, vestidas con un largo gaban y un sombrero de anchas alas, pa= recian formar parte de la embarcacion y se destacaban, agigantadas y negras, sobre el agua fulgurante y el esclarecido firmamento...

¡Oh! la luna, la arquitectura y el agua! ¡Qué riente y grandiosa perspectiva! ¡Qué espléndida suavidad! ¡Qué lontananzas plateadas! ¡Qué círculos de juguetonas luces en torno de la góndola, producidas por la quilla y por los remos! ¡Cuántos millares de quebradas lunas en el movible espejo del prolongado estanque! ¡Qué fulgor submarino! ¡Qué palacios acuáticos! ¡Qué fantásticas torres, avecinándose al cielo y repitiéndose en el abismo! ¡Qué hermosura! ¡Qué fantasía!—Dijérase que Venecia es de cristal y que tiene luz propia como los astros.

El plácido arrobamiento en que venia sumergido no me ha dejado voluntad ni accion para preguntar cosa alguna á los gondoleros. Un pala— cio se suredia á otro. A la puerta de algunos de ellos se veian atracadas varias góndolas que indicaban ó que los señores iban á salir, ó que tenian visitas.—Asi juzgamos en otras ciudades cuando vemos carruajes á la puerta de una casa.—Los gondoleros fumaban sentados en la húmeda escalinata de aquellas antiguas mansiones de fiestas y placeres.

Al deslizarnos por enfrente de un altivo Palacio, cuyos numerosos balcones irradiaban una viva iluminacion, he oido cantar al piano el aria de tiple de Maria de Padilla...—¡Amores de Andalucía que conmueven las almas en Venecia! —La voz de aquella mujer era limpia, sonora y apasionada como las notas graves del ruiseñor.

El cadencioso y tardo latido de la laguna herida por los remos se mezcló largo rato á aquella lejana música. Luego dejó de percibirse la voz y volvió á resonar sola, en el alto silencio de la noche, esta monótona palabra, que el agua soñolenta nos decia cada vez que los remos turba= ban su quietud: —Pasad...—Pasad.

Y nosotros pasábamos, dejando en pos nuestro, revueltas y turbadas, las antes adormecidas olas.

Yo no he visto nunca barco alguno. de remo que marche tan de prisa como esta especie de piragua llamada góndola.—Entre uno y otro golpe de remo mediará siempre un intervalo de cinco segundos, y en este tiempo la nave hiende las ondas como una exhalacion, adelantando más de cincuenta brazas de camino.

Despues de una media hora de navegacion, he divisado un elevado puente de un solo ojo, tendido sobre el canal.

Nuestra góndola debia pasar por debajo de él.

Il ponte de Rialto, esclamó solemnemente un gondolero.

¡Qué mundo de recuerdos! ¡Qué recuerdos de antiguas esperanzas!—¡El Puente de Ríalto!...—En una novela que escribí yo hace nueve años, hice pasar á una góndola por debajo de este puente, sin conocerlo.—¡Cuán poético soñaba yo este sitio! ¡Y cuánto lo es en efecto!

Encima del puente hay trece arcos, dispuestos en sentido longitudi-