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DE MADRID A NAPOLES

piraban porque les dolieran los huesos de resultas del tormento, es que el tormento se daba despues de haber pasado este puente.—Desengáñese usted: ¡los poetas no han contado más que fábulas!

Yo me asomé á una de aquellas claraboyas, y gemí también á pesar mio, al respirar un aire más puro que el de las mazmorras y escaleras que acababa de recorrer, y al contemplar la luz, el cielo, la radiante laguna y la alborozada humanidad, que pasaba cantando por debajo de aquel altísimo puente, tan gracioso y artístico, visto desde fuera, como horrible y pavoroso, visto por dentro.

— Ahora vamos á los Pozos..., dijo el carcelero, sacándome de mi contemplacion.

Yo me estremecí.— ¡Cuántas veces habria pronunciado aquel hombre las mismas palabras, dirigiéndose á infelices condenados que no debian volver á ver la luz del dia!

Mientras yo pensaba esto, el extraño personaje habia encendido una lámpara de aceite, fija en la punta de cierto baston negro cuya vejez causaba verdadero espanto.

— ¡Esto es de aquellos tiempos! murmuró con bárbara complacencia.

Y me miró y sonrió con ferocidad, dejándome ver la caverna de su boca desdentada.

Entre tanto habia abierto otra puerta y me invitaba á bajar detrás de él una escalerilla húmeda y tenebrosa, en cuya bóveda, cubierta de telarañas, se reflejaba lúgubremente el rojizo fulgor de la pestilente lámpara.

Yo me detuve un momento, no precisamente porque me dominara un terror moral, sino porque aquel camino era repugnante, físicamente incómodo, desaseado.

El carcelero, que habia bajado algunos escalones, volvió la cabeza al reparar en que yo no lo seguia.

¡Oh, cómo lo ví entonces!—¡Nunca olvidaré aquella patibularia figura!—Yo no habia visto jamás nada tan horrible como aquel anciano medio esclarecido por la turbia luz del humeante mechero, medio sepultado en la tenebrosa espiral de la escalera y tan extrañamente vestido; con aquella barba blanca, con aquel gorro negro, con aquella especie de hopa, con aquellos ojos, con aquella risa...

— Vamos adelante... ¡No tengáis miedo! dijo, atizando la lámpara.

Yo lo seguí, creyendo que iba á conducirme á no sé qué Infierno de no sé qué Mitología.

Y bajamos, bajamos....

El aire era cada vez más húmedo y mefítico. La lámpara, levantada en alto, alumbraba el techo, pero no los peldaños de la escalera.—El viejo, que conocia el tiento, bajaba deprisa. Yo iba tentando con pies y manos, y me quedaba á veces atrás, solo, en medio de las tinieblas...—Entonces se paraba él y alargaba hacía mí aquel asqueroso baston, en cuya punta ardia la humeante luz, falta ya de aceite y próxima á expirar...