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DE MADRID A NAPOLES

— ¡Como si lo fuera! (le respondí). ¿De qué regimiento es usted?

— Del 25 de línea.

— Entonces ha estado usted en la batalla de Solferino.

— Justamente. ¿Y usted?

— Yo he estado también en Solferino; pero año y medio despu4s de la batalla, á visitar la tumba de tantos bravos...

— La habitacion del conserje (dijo el francés con mayor suavidad), está hacia la izquierda, al fin de una galería... Pero dudo que logre usted encontrarla. El Coliseo es un laberinto sin fin, y hay algunos hundimien- tos en que es fácil romperse la cabeza.

— Yo daré con su habitación (repliqué), y aunque no dé con ella, ha- bré logrado mi objeto, que es ver el Circo á la luz de la luna...

Aquí juró y se rió el buen centinela, que era un gascón muy cerrado, y aceptó un cigarro que yo le alargaba, en cambio del cual me dio lumbre para encender el mío.

— No extrañe usted (me dijo entonces) que estemos tan sobre aviso. ¡Hace siete dias que á esta misma hora y en el sitio en que estoy, un pi- caro romano mató á un centinela de una puñalada!

— ¿Cómo pudo ser? ¿No tenia el centinela su fusil?

— Es que el romano se llegó á él á pedirle fuego para un cigarro ; mi compañero se confió..., y un momento después... ya no existia. Cuando vinieron á relevarlo, se lo encontraron bañado en su sangre y sin fusil, con una caja de fósforos en la mano.

Aloiresto, me acordé de nuestros centinelas, asesinados del mismo modo por los moros de Tetuan al principio de la ocupación de aquella pla- za, y respeté un poco más á los romanos de hoy.

Con lo cual di las buenas noches al centinela , y penetré por una os- cura puerta del Coliseo, como el Beltran de Roberto il Diavolo se sumerge en los antros infernales.

Primero anduve algún tiempo entre densas tinieblas , guiado por la remota perspectiva de algún Arco ruinoso que daba paso á la luz de la luna. A un lado y otro dejaba Galerías aún más lóbregas. — El miedo á los ladrones habia desalojado mi imaginación ; pero terrores más fantásticos habían penetrado en ella... Aquellos tenebrosos corredores me parecían llenos de sombras de mártires cristianos; la arena que se hundía crugien- do bajo mis plantas me hacia creer que pisaba charcos desangre: en cada una de aquellas cavernas, cuyas negras bocas se abrían á mi alrededor, me figuraba escuchar rugidos de tigres, panteras y leones... y hasta per- cibir su olor felino...

Aunque sin luz que me permitiera distinguir la estructura de los Ar- cos y Bóvedas que se levantaban sobre raí, formaba idea de sus colosales dimensiones, sólo con reparar en las distancias que recorria para pasar de una Galería á otra, cortando en zigzag los círc los concéntricos que me- dian entre la periferia del Edificio (1,641 pies) y la dilatada Arena en que