De la Fornarina no hay rastro ni mencion de ninguna especie en tan augusto recinto.—¡Así debia ser!
A la puerta del Pantheon tomé un coche, en el cual me dirigí al Monte Pincio, pasando por la Piazza Colonna, el Corso y la Plaza del Popolo,— camino que ya conocemos.
Desde la Plaza del Pópolo conducen al Pincio unas extensas y redo- bladas rampas, sombreadas por añosos árboles y adornadas de Estátuas. Centenares de elegantes coches subian ó bajaban aquellas empinadas cuestas , que son otros tantos balcones escalonados en anfiteatro, desde los cuales se disfruta una soberana vista de la parte occidental de Roma.
Llegué, en fin, á lo alto del Monte Pincio, y halléme en una gran es- planada llena de arboledas y jardines. En torno de ellos daban ámplias vueltas los coches y los ginetes, mientras que la gente de á pie se agru- paba en algunos paseos ó salones, donde las músicas de los regimientos franceses obsequiaban á los romanos con las melodías de Bellini y Do- nizetti.
Allí arriba me olvidé de que estaba en Roma. ¡Nada habia allí que re- cordase á la Ciudad de los Césares ni á la Metrópoli del Catolicismo! Aque- lla multitud, aquella alegría, aquellos lujosos trenes, aquella música profana, aquellos trajes seglares y modernos, las miradas de amor que cambiaban los jóvenes, el humo de los cigarros, el crujir de la seda, el perfume de las damas elegantes, el Matrimonio (representado en tantas parejas), los niños que jugaban, los oficiales que lucian su uniforme y ar- rastraban su espada, todo me daba idea del siglo, y del siglo actual; todo me hacia creer que me hallaba en París ó en Madrid; todo me alejaba de la Ciudad de los recuerdos y de las esperanzas.
Y comprendí el amor y la juventud en medio de los dos severos asce- tismos que constituyen el carácter de Roma: el ascetismo filosófico que inspiran las ruinas, y el ascetismo religioso que inspiran las iglesias. Y dibujé sobre el fondo melancólico de un horizonte alumbrado por dos crepúsculos,—por el de la vida y por el de la inmortalidad, —historias de pasion, sueños de libertad, imágenes de hermosura, delirios primaverales, todo el lirismo, todos los entusiasmos de nuestra rápida existencia...
En tanto se ocultaba el sol en el Occidente, tinéndolo de color de púrpura.—La gran masa de la Basilica de San Pedro se dibujaba en los esplendores del ocaso, agigantada como los navíos que aparecen en el lí- mite del horizonte al declinar la tarde.—En el Monte Janiculo, que aca— baba de recorrer, y del que ya me separaba toda la extension de Roma, blanqueaba todavía la nieve.—El Tiber amarillento habia tomado un blando tinte de ópalo, y los cipreses de Villa Corsini se ennegrecian y parecian cada vez mas altos, á la manera de espectros salidos de la tierra y encargados de tender sobre el mundo las sombras de Ja noche...
¡Hora sublime de patéticas emociones!—La niebla empezaba á envol- ver á la ciudad de los siglos.—La realidad se borraba tambien á los ojos