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doña Carmen Nóbrega. Ella, una patricia porteña, una rica heredera, una mujer col- mada de toda suerte de dotes y encantos per- sonales, despreciando los ventajosos partidos que se le ofrecían, para asociar su seguro mag- nífico destino al incierto porvenir de un jo- ven provinciano, con talento promisorio y voluntad de llegar, sin duda, pero, al fin... provinciano, vale decir, perteneciente a una casta distinta. El hecho importaba algo peor, quizá, que una mesalianza, una claudicación, casi una apostasía, a los ojos de aquella socie- dad bonaerense, henchida de arrogancia, or- gnllosa de su preeminencia económica y cul- tural sobre todo el resto del país, perturbada, hasta la ceguera, por la pasión localista. Todo esto debió arrostrarlo y vencerlo en su reso- lución Carmen Nóbrega, dando, con sólo ello, la prueba más acabada de una fuerza de ca- rácter, de inteligencia y de corazón nada co- munes.
Que esa fusión, esa comunión íntima y