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un cruel desengaño al oírlos expresarse en el mismo castellano estropeado de todo el vulgo chileno.

Tentado se sentirá de tirar lejos el libro o de guardarlo por lo menos como inútil en el fondo de la maleta.

Recordamos a propósito de lo que decimos, el caso de aquel santiaguino, gran consumidor de las ostras de Ancud, que, al llegar a esa capital, saltó al muelle con el cortaplumas abierto en una mano y un limón en la otra, esperando darse un atracón de ellas ya al pisar en tierra chilota, como si no hubiera más que agacharse para tomarlas o hubiera estado ya la mesa servida por su cuenta y riesgo, acompañada además del indispensable adminículo del precioso molusco: el vino blanco.

Acude también a nuestro pensamiento el caso original y chistoso de aquel ingenuo viajero que, al bajar a San Francisco de California en aquellos años en que la sed de oro atraía a sus playas innumerables gentes de todos los países del globo, y encontrar casualmente a su paso una moneda de oro, la aventó desdeñoso con el pie diciendo: "¡hola! ya empieza esto a fastidiar", esperando hallarlas tiradas a montones por calles y plazas.

Nó, para comprobar toda la utilidad de nuestro Vocabulario, es preciso haber nacido allí o residir por lo menos un tiempo relativamente largo; más aún: recorrer las diversas islas y lugarejos de la Provncia y estar dotado de cierto espíritu de observación y de análisis.

Y esta advertencia es tanto más necesaria de hacerse, cuanto que esas voces, en su inmensa mayoría, están ya tocando retirada, y pueden considerarse co-