un hilo en la misma pared del horno, de manera que, aun acostados, pudieran verlo ambos.
Hecha en un momento su pobre cama, con un montón de viejos trajes, el padre se desnudó muy de prisa, se acostó boca arriba y se puso a mirar al angelito.
—¿Por qué no te acuestas tú?—preguntó a Sachka, envolviéndose frioleramente en la colcha rota y abrigándose las piernas con el gabán.
—No merece la pena; no tardaría en tener que levantarme.
Sachka quiso añadir que, además, no tenía sueño; pero no pudo llegar a decirlo, porque se durmió en el mismo instante, como si se hundiera en un río de agua profunda y rápida. No tardó el padre en dormirse también. El suave reposo y la calma se pintaron en la faz gastada del hombre cuya vida tocaba ya a su fin, y en el rostro animoso del muchacho, que apenas había empezado a vivir.
El angelito, colgado cerca del horno caliente, comenzó a derretirse. La lámpara, que Sachka no había querido apagar, impregnaba la atmósfera de olor a petróleo, y su luz alumbraba, al través de la pantalla sucia, el triste cuadro de la destrucción del angelito, que parecía dolorido. Gotas espesas resbalaban por sus piernecillas son rosadas y caían sobre el horno. Al olor a petróleo no tardó en unirse el olor denso a cera derretida.
Al poco rato se agitó de pronto el angelito, como