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Página:Dies iræ (1920).djvu/181

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susurrado la idea al oído, Jacob Ivanovich dijo en alta voz:

—Pero no sabrá nunca que estaba el as de bastos en la reserva y que tenía, por lo tanto, un "gran chelem" seguro. ¡No lo sabrá nunca!

Y le pareció que basta entonces ¡no había comprendido claramente lo que era la muerte. Sí, lo comprendía entonces, y la muerte se le aparecía, por primera vez, como algo estúpido, horrible e irreparable. ¡Maslenikov no lo sabría nunca! Jacob Ivanovich podía gritar con todas sus fuerzas al oído del muerto que tenía el "gran chelem", podía llorar, suplicar, enseñarle las cartas; Maslenikov no le oiría y no lo sabría nunca, pues ya no existía en el mundo ningún Maslenikov. Si hubiera dispuesto un segundo más del don misterioso de la vida habría podido ver el as de bastos y habría sabido que tenía el "gran chelem"; pero a la sazón todo había acabado: ¡no sabía nada ni lo sabría nunca ya!

—¡Nunca!—pronunció Jacob Ivanovich lentamente, deletreando, como si quisiera convencerse de que esa palabra existía realmente y tenía sentido.

Sí, la palabra existía, tenía sentido, un sentido tan cruel y monstruoso que Jacob Ivanovich se dejó caer en el sillón y empezó a llorar dolorosamente, lleno de piedad por aquel que no sabría ya nunca nada, por sí mismo, por todos, porque todos, un día u otro, serían víctimas de aquella cosa horrible, terrible, ciegamente cruel. Y, sin