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cuando, el cerebro se iluminaba con una idea clara, precisa; ¡era el pueblo! Y se experimentaba el orgullo, el sentimiento de la fuerza, la sed de una libertad grandiosa, que nunca se había conocido. ¡Un pueblo libre, qué hermosura!

—¡Tram-tram-tram!

Llevaban horas pasando, pero no se veía aún el fin. A uno y otro lado, por donde llegaba la plebe y por donde se iba, oíase una canción revolucionaria. Apenas se distinguía la letra; no se percibía claramente sino la música, los sones, ya fuertes, ya pianos; los silencios súbitos, las explosiones amenazadoras de las notas.

—¡Las armas preparad! ¡No hay tiempo que perder! ¡Marchad, marchad, marchad!

Y marchaban.

No había necesidad de votar; la libertad se había salvado una vez más.

VI

Llegó el gran día en que el rey había de comparecer ante el tribunal. El poder misterioso, antiguo como el mundo, debía rendir cuentas al pueblo a quien había sojuzgado durante miles de años, y a la humanidad, a quien había vejado con la soberbia de su estupidez triunfante. Despojado de sus atavíos de clown y del dorado trono, desprovisto de títulos sonoros y de extraños símbolos de poder, había de presentarse ante el pueblo y responder, de un modo claro y terminante,