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zaba todo, y los cortesanos obsequiosos se deslizaban al amparo de los militares, merecedores, sin duda, de los honores serios de un país libre, pero no de las vanas condecoraciones de semejante Corte. El valor y el genio descienden del cielo, y los que están dotados de ellos no necesitan más ilustre abolengo. Las distinciones concedidas en las Repúblicas o en las Monarquías limitadas han de recompensar servicios prestados a la patria, y todo el mundo puede aspirar a ellas igualmente; pero nada huele a despotismo tanto como la lluvia de honores emanada de un solo hombre, sin más fuente que su capricho.

Infinitos chistes se hicieron a costa de la nobleza de nuevo cuño, y citábanse frases sin cuento de las señoras ennoblecidas que denotaban poco uso de los buenos modales. El más difícil de aprender es un género de urbanidad ni ceremonioso ni familiar; parece que esto no es nada, pero hay que llevarlo en el fondo del carácter; na_ die puede adquirirlo si no se lo han enseñado durante la infancia o no le inspira la elevación de su alma. Bonaparte mismo pasa algunos apuros en los actos de ceremonia; a menudo, en el interior de su casa, aun en presencia de extraños, vuelve gustoso a los modales y expresiones vulgares que le recuerdan su juventud revolucionaria. Bonaparte sabía muy bien que los parisinos se burlaban de los nobles nuevos; pero también sabía que al expresar su opinión no pasarían de las pullas sin llegar a las acciones fuertes. La