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energía de los oprimidos no iba más allá de unos cuantos equívocos y juegos de palabras; en Oriente el único recurso es el apólogo, pero en Francia habían caído más bajo aún, y se contentaban con el ruido de las sílabas. Un solo juego de palabras merece sobrevivir a tantos como se hicieron durante la efímera boga del género: al oír anunciar un día a las princesas de la sangre, alguien añadió: "De la sangre de Enghien." Tal fué, en efecto, el bautismo de la nueva dinastía.

Bonaparte no tenía bastante con rodearse de una nobleza hechura suya; quería mezclar la aristocracia del nuevo régimen con la del antiguo. Varios nobles, arruinados por la Revolución, se avinieron a desempeñar cargos en la Corte. Sabida es la grosera injuria con que Bonaparte les agradeció su complacencia: "Les he ofrecido—dijogrados en mi ejército, y no los han querido; puestos en la Administración, y los han rechazado; pero les he abierto las antesalas de mi palacio, y se han precipitado en ellas." Algunos nobles dieron en esta cuestión ejemplo de animosa resistencia; ¡pero cuántos se dijeron amenazados antes de que tuviesen nada que temer! ¡Y cuántos también pretendieron para sí o para sus familias empleos palatinos que hubieran debido rechazar!

Las carreras militares o administrativas son las únicas en que uno puede creer que sirve a su patria, cualquiera que sea el jefe que la gobierna; pero los empleos en Palacio os ponen bajo la de pendencia de un hombre, no del Estado.