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111el hombre es incapaz de sacrificio; sin moral, nadie dice la verdad, y la opinión pública se extravía. De aquí se sigue, como dijimos ya, que la conciencia se acobarda, aunque el punto de honor subsista, y que siendo admirables en la ejecuciónde los planes, nadie se da cuenta del verdadero fin que se persigue con ellos.

Los soberanos que ocupaban los tronos del continente cuando Bonaparte decidió derribarlos,eran muy buenas personas. No tenían genio político ni militar, pero los pueblos eran dichosos; y aunque en la mayor parte de los Estadosno estuviesen admitidos los principios de las instituciones libres, las ideas filosóficas esparcidas por Europa desde cincuenta años antes producían, al menos, la ventaja de preservar de la intolerancia y de dulcificar el despotismo. Catalina II y Federico II buscaban la estimación de los escritores franceses; estos dos monarcas, que no podían subyugarlo todo con su genio, teníanante sí la opinión de los hombres ilustrados y querían conquistarla. Los ánimos se inclinaban,naturalmente, al disfrute y aplicación de las ideas liberales, y apenas había un solo individuo perseguido en su persona o en sus bienes. Los amigos de la libertad estaban, sin duda, en su derecho al pretender que era necesario dar a las facultades del hombre ocasión de desarrollarse; que no era justo que un pueblo entero dependiese de un solo hombre, y que la representación nacional era el único modo de asegurar a los ciu-