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Ilanuras del Vendomesado, de aspecto uniforme como el mar, nos extraviamos. Era ya media noche, y no sabíamos qué camino tomar, en un terreno siempre igual, cuya fecundidad es tan monótona como pueda serlo en otras partes la esterilidad, cuando un joven, a caballo, adivinando nuestro apuro, nos rogó que fuésemos a pasar la noche en el castillo de sus padres (1). Aceptamos la invitación como un verdadero favor, y de pronto nos encontramos en medio del lujo de Asia, combinado con la elegancia de Francia. Los dueños de la casa habían pasado mucho tiempo en la India y tenían adornado el castillo con objetos adquiridos en sus viajes. Me encontré a las mil maravillas en aquella residencia que excitaba mi curiosidad. Al día siguiente, el señor de Montmorency me entregó una carta de mi hijo instándome para que sin tardanza volviera a mi casa, porque mi obra tropezaba en la censura con nuevas dificultades. Los amigos que estaban conmigo en el castillo me exhortaron a que partiera; no adiviné lo que me ocultaban, y ateniéndome a la carta de mi hijo, me entretuve en examinar las rarezas de la India reunidas allí, sin sospechar lo que me esperaba. Al fin, volví al coche; el militar vendeano, mi huésped, tan bueno, tan delicado, que nunca se había conmovido por sus riesgos personales, me estrechó la mano con lágrimas en los ojos; entonces compren(1) El castiko de Conán, perteneciente al señor Chevalier, que fué gobernador de la província del Var.