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nuestra causa es casi imposible no dirigirse algún reproche. Sin embargo, mis dos hijos, con gran generosidad, apartaron de mí ese sentimiento y nos confortamos mutuamente con el recuerdo de mi padre.

Algunos días más tarde, el gobernador de Ginebra me escribió una segunda carta pidiéndome, en nombre del ministro de Policía, las pruebas de mi libro que aún debía tener en mi poder; el ministro sabía exactamente lo que yo había entregado y lo que conservaba; sus espías le haban servido bien. En mi respuesta le di la satisfacción de reconocer que le habían informado perfectamente; pero al mismo tiempo le dije que el ejemplar que me quedaba ya no estaba en Suiza, y que no podía ni quería entregarlo. Añadí, sin embargo, que me comprometía a no imprimirlo en el continente, y no había gran mérito en la promesa; porque ¿qué Gobierno continental hubiese entonces dejado publicar un libro prohibido por el Emperador?

Poco tiempo después, el gobernador de Ginebra fué destituído, y, en general, se creyó que por causa mía. Eramos amigos; sin embargo, no se aparto de las órdenes que le dieron: aunque era uno de los hombres más cabales e ilustrados de Francia, tenía el principio de obedecer escrupulosamente al Gobierno que servía; pero no llegaba al celo requerido, por carecer de miras ambiciosas y de egoísmo. Me afligió mucho ser la causa de la destitución de este hombre, o al me-

Diez años
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