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infinitamente pequeño que en lo infinitamente grande.

Aunque el gobernador me había aconsejado que no viajara por Suiza, no hice caso de su consejo, que no podía ser una orden formal. Fuí, pues, a Orbe, al encuentro del señor de Montmorency, y allí le propuse volver por Friburgo para ver el convento de monjas trapenses, no lejos del de hombres, en el Valle Santo.

Llegamos al convento con lluvia torrencial, después de habernos visto obligados a recorrer a pie un cuarto de legua. Cuando más ilusionados estábamos con visitarlo, el procurador de la Trapa, director del convento de monjas, nos dijo que no se permitía entrar a nadie. Sin embargo, llamé a la puerta de la clausura; una religiosa se acercó a la enrejada mirilla, a través de la que la tornera habla con los de fuera. "Qué queréis ?", me dijo con una voz sin modulación, como la de una sombra. "Desearía—le dije—ver el interior del convento." "Eso es imposible.", me respondió.

"Es que estoy muy mojada—le dije—, y necesito secarme." Hizo funcionar no sé qué resorte, y se abrió la puerta de una habitación exterior, donde podía descansar; pero no apareció alma viviente.

Me senté unos instantes; pero me impacientaba por no poder entrar en la casa, y llamé de nuevo. Acudió la misma tornera, le pregunté otra vez si no habían admitido a ninguna mujer en el convento; me respondió que allí entraban sólo las que tenían intención de ser religiosas. "Pero—le diDiz I !

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