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je—, ¿cómo voy a saber si quiero quedarme en vuestra casa, no permitiéndome visitarla?" "¡Ohme respondió entonces—; estoy segura de que no tenéis vocación para nuestro estado." Y sin concluir la frase, cerró la mirilla. No sé en qué señales conocería la religiosa mi inclinación mundana; es posible que la manera viva de hablar, tan diferente de la suya, les baste para conocer a los viajeros a quienes sólo mueve la curiosidad. Llegó la hora de vísperas, y pude entrar en la iglesia a oír cantar a las religiosas; estaban detrás de una reja espesa y negra, a través de la cual nada vi. Tan sólo se oía el ruido de los zuecos que calzaban y de las banquetas de madera que levantaban para sentarse. Sus cánticos eran más bien fríos, y creí notar, ya en su manera de orar, ya en la conversación que después tuve con el trapense que las dirigía, que no era el entusiasmo religioso, tal como nosotros lo concebíamos, lo que hacía soportable tal género de vida, sino la gravedad y severidad de las costumbres. El mismo enternecimiento piadoso agotaría las fuerzas; para una existencia tan dura, es necesaria cierta aspereza de alma.

El nuevo abad de los trapenses, instalados en los valles del cantón de Friburgo, ha aumentado las austeridades de la regla de su Orden. Nadie puede formarse idea de los sufrimientos impuestos a los religiosos; se llega hasta prohibirles apoyarse en la pared, después de estar muchas horas seguidas de pie, o enjugarse el sudor del ros-