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tro; en una palabra, se llenan de dolor todos los instantes de su vida, así como los mundanos los llenan de goces. Muy pocos llegan a viejos, y los que tienen esa suerte la miran como castigo del cielo. Un régimen semejante sería una barbarie si fuese obligatorio entrar en él, o si se disimu— laran en algo sus padecimientos. Pero todo el que quiere puede leer un impreso, en el que más bien se exageran que se templan los rigores de la regla; y no obstante, se encuentran novicios que quieren adoptarla, y los que ingresan no se escapan, aunque pueden hacerlo sin la menor dificultad. Todo descansa, según he creído ver, en la poderosa idea de la muerte; las instituciones y las diversiones de la sociedad están destinadas en el mundo a dirigir nuestro pensamiento únicamente hacía la vida; pero cuando la contemplación de la muerte se apodera en cierta medida del corazón del hombre, y allí se junta a una robusta creencia en la inmortalidad del alma, la aversión que puede adquirir por todos los intereses terrenos no tiene límites; y como los padecimientos se le antojan el camino de la vida futura, está ávido de ellos, como el viajero que de buen grado se fatiga por recorrer más de prisa el camino que le lleva a la deseada meta. Pero lo que me asombraba y me entristecía al propio tiempo era ver niños educados en aquel rigor; sus cabellos rapados, sus rostros juveniles, ya surcados, y el hábito mortuorio que vestían antes de conocer la vida, antes de haberla abdicado voluntariamente,