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bro y la certidumbre de no poder publicar nada en el porvenir me desalentaban, quitándome el estímulo que necesito para trabajar. Sin embargo, no podía aún determinarme a dejar para siempre las lindes de Francia, la casa de mi padre y los amigos que me eran fieles. Creíame resuelta a marcharme; pero nunca me faltaban pretextos para demorar la partida, hasta que recibí en el alma un último golpe. ¡Bien sabe Dios lo que me hizo sufrir!

El señor de Montmorency fué a Coppet a pasar unos días conmigo, y a la vuelta del correo que anunciaba su llegada a mi casa, recibió la orden de destierro. La maldad del dueño de tan gran imperio está perfectamente calculada hasta en sus menores detalles. El Emperador no hubiera quedado satisfecho de no comunicarse al sefor de Montmorency la orden de destierro estando en mi casa, y si en la carta del ministro no hubiese habido una frase indicando que yo era la causa de su desgracia. En vano se esforzó el señor de Montmorency en suavizar la noticia; desde aquí se lo digo a Bonaparte para que se regocije de haber dado en el blanco; al saber el infortunio que por mi causa caía sobre mi amigo lancé gritos de dolor, y nunca mi corazón, tan probado desde hacía muchos años, estuvo más cerca de desesperarse. No sabía cómo ahuyentar los desgarradores pensamientos que me invadían, y apelé al opio para calmar mi angustia durante unas horas. El señor de Montmorency, con su religioDIEZ AÑOS 10