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Suiza. Vana precaución: el destierro cruel se abatió sobre ella; me había visitado, y eso bastaba; habíase dejado llevar de una piedad generosa, y merecía castigo. Los reveses de fortuna que había sufrido agravaban el trastorno de su modo de vivir habitual. Meses enteros pasó en una pequena ciudad de provincia, separada de sus amigos, abandonada a la más triste y monótona soledad.

Tal es el infortunio que atraje sobre la mujer más brillante de su tiempo; el jefe de los franceses, famosos por su galantería, no tuvo miramiento alguno con la mujer más hermosa de París. El mismo día maltrató a la virtud y a la alcurnia en la persona de Montmorency, a la hermosura en la señora de Recamier, y en mí, si se permite decirlo, a un talento de cierta fama. Quizá se alabó también de poder atacar la memoria de mi padre en la persona de su hija, a fin de que fuese patente que en la tierra ni los muertos ni los vivos, ni la piedad ni las gracias, ni el talento ni la celebridad, contaban para nada bajo su cetro. No abandonar a los que incurrían en su enojo era infringir las reglas de la adulación, de matices tan delicados, y caer en falta. Dividía a los hombres en dos clases: los que se someten, y los que, sin ánimo de perjudicarle, quieren vivir por sí mismos. No tolera que en todo el universo, ni para dirigir los imperios, ni para los detalles de la vida casera, exista una voluntad que no dependa de la suya. "La señora de Stäel—decía el gobernador de Ginebra—ha logrado embe-