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se leído en el porvenir. José Bonaparte, cuyo ingenio y conversación me agradaban, vino a verme y me dijo:

—Mi hermano está quejoso de vos. "¿Por qué —me preguntó ayer—, por qué la señora de Stäel no se adhiere a mi gobierno? ¿Qué es lo que quiere? ¿La devolución del depósito de su padre? Lo decretaré. Residir en París? Se lo permitiré. En Juma, ¿qué quiere?" —¡Dios mío!—repliqué yo. No se trata de lo que quiero, sino de lo que pienso.

Ignoro si le dijeron mi contestación a Bonaparte; de lo que sí estoy segura es de que, si la oyó, le parecería desprovista de sentido, porque no cree en la sinceridad de las opiniones de nadie. Considera la moral, en todos los órdenes, como una fór mula que no tiene más importancia que las usuales en el final de las cartas; y así como de asegurar a cualquiera que uno es su devoto servidor no se deduce que pueda exigirnos servicio alguno, Bonaparte cree que si alguien dice que ama la libertad, que cree en Dios, y que antepone su conciencía a su interés, es un hombre que se acomoda a la costumbre y que emplea las expresiones comunes para declarar sus ambiciosas esperanzas o los cálculos de su egoísmo. La única especie de criaturas humanas que no alcanza a comprender es la de quienes siguen una opinión con sinceridad, cualesquiera que puedan ser las consecuencias; para Bonaparte, tales hombres son unos bobos o unos traficantes que pretenden hacerse pagar muy caro.