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De suerte que, como se verá más adelante, sólo se ha equivocado en este mundo acerca de las gentes honradas, ya fuesen individuos, ya fuesen, sobre todo, pueblos[1].


  1. Cuando Bonaparte fué nombrado Cónsul, ya la señora de Stäel había adquirido gran celebridad por sus opiniones, por su conducta y por sus escritos. Un personaje como Bonaparte excitó la curiosidad, y al principio, un poco el entusiasmo de una mujer interesada por todo lo grande. Se apasionó por él, le buscó, le persiguió por doquiera. Creyó que tantas cualidades eminentes como por ventura se juntaban en él, y tantas circunstancias favorables, debían redundar en provecho de la libertad, ídolo favorito de la señora de Stäel; pero sólo consiguió alarmar inmediatamente a Bonaparte, que no quería ser observado ni adivinado. La señora de Stäel, después de haberle inquietado, le desagradó. El Cónsul recibió sus insinuaciones con frialdad, la desconcertó con palabras firmes, a veces secas; lastimó algunas de sus convicciones, estableciéndose entre ambos una especie de desconfianza, y como los dos eran apasionados, la desconfianza no tardó en convertirse en odio. En su casa de Paris recibía la señora de Städ mucha gente, allí se hablaba con libertad de todos los asuntos políticos. Luis Bonaparte, muy joven, la visitaba a veces y se recreaba en su conversación; su hermano, alarmado, se lo prohibió, y mandó que le vigilaran. Al salón de la señora de Stäel acudían literatos, publicistas, políticos de la Revolución y grandes señores. "Esa mujer—decía el Primer Cónsul—enseña a pensar a los que no se les ocurriría hacerlo o lo han olvidado." Esto era verdad. La publicación de algunas obras de Necker acabó de irritarle, y la desterró de Francia, perjudicándose mucho con un acto de persecución tan arbitraria. Más aún: como nada enardece tanto como una primera injusticia, persiguió tamblén a las personas que la acompañaron cortésmente en el destierro. Sus obras, con excepción de sus novelas, fueron mutiladas al publicarse en Francia; todos los periódicos recibieron orden de tratarlas mal. Se encarnizaron con ella sin generosidad alguna, y mientras de su país la expulsaban, los extranjeros la recibían con distinción... Algunas veces he oído a Bonaparte hablar de la señora de Stäel. Su odio se fundaba hasta cierto punto en la especie de celos que le inspiraban los talentos superiores, cuando no eran sumisos; hablaba de ella a menudo con una acritud que, a su pesar, la engrandecía, y que a él le rebajaba en la opinión de las personas de juicio sereno que le escuchaban.
    (Memorias de la señora de Remusat, tomo II, pag. 400.)