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su afecto; sus hijas, temiendo, con razón, que le expulsaran de Ginebra, unieron sus ruegos a los míos para que no me visitara. Con todo, fué desterrado en pleno invierno, a la edad de setenta 3 ocho años, no sólo de Ginebra, sino de Suiza, porque es cosa admitida, como se ha visto en mi caso, que el Emperador destierra de Suiza lo mismo que de Francia; y cuando a los agentes franceses se les arguye que se trata, a pesar de todo, de un país extranjero, cuya independencia está reconocida, se encogen de hombros, como si se les aburriera con sutilezas metafísicas. Es, en efecto, una verdadera sutileza querer descubrir en Europa algo más que prefectos con el título de rey, prefectos que reciben directamente órdenes del Emperador de Francia. Si los que se llaman países aliados difieren en algo de las provincias francesas, es en que los tratan un poco peor que a ellas. Subsiste en Francia cierto recuerdo de haber sido llamada la gran nación, que obliga a veces al Emperador a ciertos miramientos; por lo menos, así era antes, aunque vaya siendo cada día menos necesario. El motivo confesado del destierro del señor de Saint—Priest fué que no había logrado que sus hijos renunciasen 3 seguir al servicio de Rusia. Sus hijos habían encontrado, durante la emigración, generosa acogida en Rusia; allí fueron educados, y allí también encontró su valor justa recompensa; estaban cubiertos de heridas; habían descollado entre los primeros por sus talentos militares; el mayor pa-