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te naturales: me entristecía cuando me abandonaban, y sentía cruel inquietud por los que me mostraban su adhesión. Es difícil que vuelva a presentarseme en la vida una situación tan dolorosa en todo momento. Cerca de dos años duró, y no vi amanecer una vez sola sin entristecerme por tener que soportar la existencia que empezaba de nuevo con el día.

Pero ¿por qué no os marchabais?—se me dirá; y ya entonces me lo decían por todas partes. Un hombre, a quien no puedo nombrar (1), pero que conoce, creo yo, lo mucho que aprecio la elevación de su carácter y de su conducta, me dijo:

"Si permanecéis aquí, os tratará como a María Estuardo: diez y nueve años de infortunio, y al final, la catástrofe." Otra persona de mucho ingenio, pero poco mesurada en sus palabras, me escribió que era deshonroso permanecer allí después de tan malos tratamientos. No necesitaba yo estos consejos para desear con pasión marcharme; desde el momento en que no podía ver a mis amigos, y en que no era más que una traba en la vida de mis hijos, ¿no estaba obligada a decidirme? Pero el gobernador repetía en todos los tonos que si me marchaba me detendrían en el camino; que si llegaba a Viena o a Berlín, pedirían mi extradición, y que no podría hacer siquiera preparativos de viaje sin que él lo supiese al momento, porque, decía, estaba enterado de todo lo que sucedía en mi casa. Esto era una jac(1) El conde Elzear de Sabrón.

Ded