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cuando las nieblas encubrían el cielo, me asustaba la idea de viajar, y descubría en mí gustos caseros, ajenos a mi natural, pero suscitados por el miedo; el bienestar físico me parecía de más precio que nunca, y cualquier fatiga me espantaba.

Mi salud, cruelmente quebrantada por tantas penas, debilitaba también la energía de mi carácter, y verdaderamente abusé durante aquel tiempo de la paciencia de mis amigos, discutiendo una y otra vez mis planes y abrumándolos con mi incertidumbre.

Intenté por segunda vez obtener un pasaporte para América; hiciéronme aguardar la respuesta hasta mediados del invierno, y acabaron por negármelo. Me ofrecí a no publicar nada sobre ningún asunto, aunque fuese una oda a Iris, con tal que me permitiesen irme a vivir a Roma; al solicitar este permiso recordé, por amor propio, Corina. Pero sin duda el ministro de Policía no encontró en sus registros que se hubiese tenido jamás en cuenta un motivo de tal índole, e implacablemente me negó el permiso para ir a respirar los aires del mediodía, tan necesarios a mi salud.

No se cansaban de repetirme que mi vida entera transcurriría en el limitado espacio de dos leguas que separa a Coppet de Ginebra. Si me quedaba allí, tendría que separarme de mis hijos, que estaban ya en edad de emprender una carrera; e imponía a mi hija un porvenir tristí; .