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contra el abatimiento físico, para quien es más temible el cansancio que la muerte. Acariciaba, sin embargo, la esperanza de llegar sin tropiezo, y mis miedos iban disipándose al aproximarmeal fin, que ya casi tocaba, cuando, al entrar en la posada de Salzburgo, un hombre se acercó al señor de Schlégel, mi acompañante, y le dijo en alemán, que un correo francés había estado 1 preguntar por un coche procedente de Inspruck, con una señora y una joven, y había quedado en volver a preguntar de nuevo. No perdí palabra de lo que decía el posadero, y palidecí de terror.

El señor Schlégel temió también por mí; hizo nuevas preguntas, y corroboró que el correo era francés, procedente de Munich, que había llegado hasta la frontera austriaca para alcanzarme, y que, no encontrándome, se volvió para salirme al encuentro. Todo me pareció entonces clarísimo: tropezaba con lo que tanto había temido antes de partir y durante el viaje. No podía escaparme: el correo, que viajaba en posta me alcanzaría necesariamente. En el acto tomé la resolución de dejar al señor Schlégel y a mi hija con el coche en la posada, y de irme sola, a pie, por la ciudad, para meterme a la ventura en la primera posada cuyo dueño o dueña tuvieran cara de buenas personas. Me proponía esconderme durante unos días, y mientras, el señor Schlégel y mi hija podían decir que iban a buscarme a Austria, para donde partiría' yo luego, disfrazada de campesina. Por aventurado que fuese, no