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dinero a Francia, no vean apenas los inconvenientes de ser incorporados a ella. Se equivocan, no obstante, porque todo es preferible a perder el nombre de nación, y como los infortunios de Europa los causa un solo hombre, es necesario conservar con cuidado todo lo que pueda renacer cuando el desaparezca.

Antes de llegar a Viena, y para esperar a mi hijo segundo, que debía unírseme con los criados y el equipaje, me detuve un día en la abadía de Melk, situada en una altura desde la que el Emperador Napoleón contempló en otro tiempo el curso sinuoso del Danubio y alabó el paisaje sobre el cual iba a abatirse con sus ejércitos. Con frecuencia se entretiene en poetizar acerca de las bellezas naturales que se dispone a destruir, y acerca de los efectos de la guerra con que abruma al género humano. Después de todo, tiene razón para divertirse como se le antoje, a expensas de la raza humana que le tolera. Sólo los obstáculos o los remordimientos detienen al hombre en el camino del mal. Nadie le ha puesto estorbos a Napoleón, y con suma facilidad se ha libertado de los remordimientos. Contemplando a solas sus huellas en el vasto panorama que se descubría desde la azotea, admiraba yo la fecundidad de la tierra y me asombraba la rapidez con que los dones del cielo reparan los desastres causados por los hombres. Pero las riquezas morales no se recuperan, o, al menos, se pierden por muchos siglos.