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cir, como un medio de aislar a una persona de otra, so pretexto de señalar su jerarquía.

Ni la más ligera nube vino a turbar los diez primeros días que pasé en Viena; me encontraba yo allí muy a gusto, bien relacionada con personas de agradable trato, y cuyo modo de pensar era igual al mío; la opinión no era favorable a la alianza con Napoleón, y el Gobierno la había concertado sin el asentimiento nacional. En efecto, cómo podría participar en una guerra cuyo objeto ostensible era la restauración de Po lonia, la misma potencia que había contribuído a desmembrarla, y que retenía aún entre sus manos, con más obstinación que nunca, la tercera parte de aquel país? El Gobierno austriaco había enviado 30.000 hombres para restablecer la Confederación de Polonia en Varsovia; al mismo tiempo, un número de espías casi igual seguía los pasos a los polacos de Galítzia, que querían enviar diputados a aquella Confederación. De suerte que el Gobierno austríaco tenía que hablar contra los polacos, sin dejar de sostener su causa, y decir a sus súbditos de Galitzia: "Os prohibo tener la opinión que yo defiendo." Esto es pura metafísica, harto enrevesada si el mie do no lo explícase todo.

Entre las naciones que Bonaparte arrastra en pos de sí, la única digna de interés es Polonia.

Creo que los polacos saben tan bien como nosotros que no son más que el pretexto de la gue rra, y que al Emperador no le importa nada su