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X d el Emperador, por la Emperatriz y por toda la Corte, de suerte que no podían venir a decirme que no me recibían esta vez por hallarme en desgracia de Napoleón, mucho menos habiéndose producido esta desgracia, en parte, por los elogios tributados en mi libro a la moral y al genio literario de los alemanes. Pero era mucho más difícil todavía arriesgarse a desagradar en lo más mínimo a una potestad a quien, después de todo, bien podían sacrificarme, reconozcámoslo, habiendo sacrificado ya tantas cosas por ella. Creo, pues, que cuando ya llevaba yo varios días en Viena, De llegaron al jefe de la Policía informes más precisos sobre mi actitud respecto de Bonaparte, y r se creyó por tanto obligado a vigilarme; púsome k espías a la puerta de la calle, que me seguían a pie cuando mi coche iba despacio, y que tomaban un carruaje para no perderme de vista en mis paseos por el campo. En este proceder de la Policía se juntaban, a mi parecer, el maquiavelismo francés y la terquedad alemana. Los austriacos tienen la persuasión de que los franceses los han vencido por la superioridad de su talento, y creen que el talento de los franceses consiste en sus medios policíacos; en consecuencia, se han dedicado al espionaje con gran método, y organizan ostensiblemente lo que, en todo caso, debían mantener oculto; y aunque por naturaleza son gentes honradas, se han impuesto como deber la imitación de un Estado jacobino y a la par despótico.

Tuve que preocuparme de este espionaje, bien Diz »

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