que el simple sentido común bastaba para ver que mi único propósito era la fuga. Alguien me dijo que el pasaporte ruso tardaría varios meses en llegar, y que entonces la guerra me impediría continuar el viaje; esto me alarmó. No era difícil comprender que en cuanto el embajador de Francia volviese a Viena, no podría yo permanecer allí un momento. ¿Qué sería de mí entonces?
Supliqué al conde de Stackelberg que me buscase un modo de ir a Odessa, para dirigirme desde allí a Constantinopla; pero como dessa es rusa, necesitaba también un pasaporte de San Petersburgo para llegar allá; no me quedaba abierto más camino que el directo de Turquía por Hungría, camino que, por pasar junto a los confines de Servia, estaba expuesto a mil peligros. También podía ir a Salónica, atravesando Grecia; el archiduque Francisco había seguido ese camino para ir a Cerdeña. Pero el archiduque Francisco monta muy bien a caballo, y yo no; menos aún podía decidirme a exponer a mi hija, niña todavía, a semejante viaje. Por mucho que me doliera, no me quedaba más remedio que separarme de ella, para enviarla por Dinamarca y Suecia, en compañía de personas de mi confianza. Hice a todo evento un contrato con un armenio para que me llevase a Constantinopla. Mi propósito era ir desde allí por Grecia y Sicilia a Cádiz y Lisboa; y, aunque el viaje era aventurado, ofrecía grandes atractivos a la imaginación. Pedf en las oficinas de Negocios Extranjeros, dirigidas por un subal-