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tal como Napoleón la ha rehecho, se aprende demasiado bien en la escuela del infortunio; los rodeos que hasta entonces llevaba dados para esquivar su poder eran casi de dos mil leguas, y al marcharme de Viena para huir de él, tenía que meterme por territorio asiático. Me puse, pues, en camino sin haber recibido el pasaporte de Rusia, esperando calmar así la inquietud que la Polieía subalterna de Viena sentía por la presencia de una persona desavenida con Napoleón. Rogué a uno de mis amigos que en cuanto llegara la respuesta de Rusia saliera a mi alcance, caminando día y noche, y emprendí el viaje. Hice mal en tomar esta decisión, porque en Viena me defendían mis amigos y la opinión pública; allí podía dirigirme fácilmente al Emperador o a su primer ministro; pero una vez confinada en una ciudad de provincia, tenía que habérmelas yo sola con la torpe maldad de un subalterno francés que quería adquirir méritos ante su Gobierno a costa mía; véase cómo se portó:

Detúveme unos días en Brunn, capital de la Moravia, donde estaba internado un coronel inglés, Mr. Mills, hombre bondadoso y amable como el que más, y, según la expresión inglesa, completamente inofensivo. Le trataban del peor modo posible, sin pretexto ni utilidad alguna. Pero el Ministerio austriaco cree, a lo que parece, que con sus persecuciones dará impresión de fuerza; los discretos no se dejan engañar con tan poco, y, como me decía un hombre de ingenio, su modo Dici: zad ty