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además, su adhesión a la Casa de Austria era conocida, y, aunque polaca, no participaba del espíritu de oposición que siempre ha existido en Polonia contra la dominación austriaca. El príncipe Enrique y la princesa Teresa, sobrinos suyos, de quienes tengo el honor de ser amiga, poseen brillantísimas y muy agradables cualidades; muy amantes de su patria polaca, era difícil imputarles como un crimen ese amor, precisamente cuando Austria enviaba al príncipe Schwarzenberg a la cabeza de 30.000 hombres, a batirse por la restauración de Polonia. ¿A qué extremo no puede llegar uno de esos desdichados principes, a quienes se dice a todas horas que deben acomodarse a las circunstancias ? Es lo mismo que proponerles gobernar con todos los vientos. La mayor parte de los gobernantes de Alemania envidian los triunfos de Bonaparte; atribuyen sus propias derrotas a exceso de honradez, cuando en realidad las deben a no haber sido bastante honrados. Si los alemanes, imitando a los españoles, hubiesen dicho: suceda lo que quiera, no soportaremos el yugo extranjero, serían aún una nación, y sus príncipes no se arrastrarían por las antecámaras, no ya del Emperador Napoleón, sino de todos a quienes ilumina un destello de su favor. El Emperador de Austria y su espiritual consorte llevan, sin duda, su situación con la dignidad posible; pero es una posición tan falsa la suya, que vale más no hablar de ella. Todos los actos del Gobierno austriaco en favor de la doDizd