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ahora depravados por la funesta y desigual alianza que parecía haber sido tan perniciosa para los súbditos como para el soberano. Creí que ya no había Europa sino más allá de los mares o de los Pirineos, y desesperé de hallar un asilo grato a mi alma. El espectáculo que ofrecía Galitzia no era muy a propósito para reanimar las esperanzas en el destino de la raza humana. Los austriacos no saben hacerse amar de los pueblos extranjeros que tienen sometidos. Lo primero que hicieron al dominar en Venecia fué prohibir el Carnaval, que era ya, por decirlo así, una institución; tanto tiempo hacía que se hablaba de él. Para gobernar una ciudad tan alegre se escogió a los hombres más rígidos de la Monarquía; por eso los pueblos del Sur prefieren ser saqueados por los franceses a ser regentados por los austriacos.

Los polacos aman a su patria como a un amigo infortunado; el país es triste y monótono; el pueblo, ignorante y perezoso; siempre han pedido libertad, pero nunca han sabido establecerla. Pero los polacos creen que deben y pueden gobernar a Polonia, y este sentimiento es muy natural. Sin embargo, la educación del pueblo está tan abandonada y tan ajeno es a toda clase de industrias, que los judíos son los amos del comercio, y compran a los campesinos toda la cosecha de un año a cambio de abastecerlos de aguardiente. La distancia entre los señores y los labradores es, tan grande, el lujo de los unos y la espantosa miseria de los otros ofrecen tan lastimoso contraste, que,