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go llanto y sin saber lo que me esperaba en las cincuentas leguas de territorio austriaco que me faltaba por recorrer. El comisario me acompañó hasta el límite de su círculo, y cuando se separó de mí me preguntó si estaba contenta de él; la estupidez de aquel hombre desarmó mi cólera.

Todas estas persecuciones, desusadas antaño por el Gobierno austriaco, ofrecen la particularidad de que sus agentes las ejecutan con tanta rudeza como desmaña; las gentes que han sido honradas ponen en las cosas viles que les obligan a hacer la escrupulosa exactitud que ponían en las buenas, y como no entienden gran cosa en este nuevo modo de gobernar, que desconocen, cometen tonterías a centenares, ya por torpeza, ya por grosería. Emplean en matar moscas la maza de Hércules, y mientras malgastan así su esfuerzo, cosas de verdadera importancia pueden escapárseles inadvertidas.

Al salir del círculo de Lanzut, fuí encontrando hasta Leopold, capital de Galitzia, granaderos apostados para cerciorarse de mi marcha. Hubiera lamentado el tiempo que hacían perder a aquellos pobres hombres, si no pensara que mejor estaban allí que en el malaventurado ejército que Austria ponía en manos de Napoleón. Llegué a Leopold, donde encontré de nuevo las maneras de la antigua Austria en el gobernador y en el comandante de la provincia; me recibieron con perfecta cortesía, y me dieron lo que yo apetecía más: la orden para pasar de Austria a Rusia. Así