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y en las calladas comarcas de Oriente, donde la palabra tiene menos fuerza que entre nosotros.

El general Miloradowitsch me invitó a un baile en casa de una princesa moldava. Sentí vivamente no poder ir; pero aquel era el día de mi partida.

Todos estos nombres de países exóticos, de naciones que apenas si son europeas, excitan singularmente la imaginación. En Rusia nos sentimos en la linde de otras tierras, cerca de ese Oriente, de donde han salido tantas creencias religiosas y que aún encierra en su seno increíbles tesoros de perseverancia y de reflexión.

CAPITULO XII

Camino de Kiew a Moscou.

Unas novecientas verstas me separaban aún de Moscou. Mis cocheros rusos me llevaban como un relámpago, cantando canciones cuya letra era, según me dijeron, de elogio y de aliento para sus caballos. "Vamos, amigos míos—les decían. Ya nos conocemos; hay que ir de prisa." Este pueblo no me parece nada bárbaro; al contrario, sus modales tienen no sé qué elegancia y dulzura que no se encuentran en otros países. Jamás un cochero ruso pasa delante de una mujer, de cualquier edad o condición que sea, sin saludarla; la mujer le contesta con una inclinación de cabeza, siempre noble y graciosa. Un anciano que no lograba hacerse entender de mí, me mostró la tiety