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mento pasaban correos a velocidad increíble; iban sentados en un banco de madera atravesado en un carricoche tirado por dos caballos, y no se detenía por nada ni un segundo. Los vaivenes los hacían dar saltos a veces de dos pies de altura sobre el banco; pero caían de nuevo sobre él con asombrosa destreza, y se apresuraban a gritar ¡adelantel, en lengua rusa, con energía semejante a la de los franceses en día de batalla. La lengua esclavona posee una sonoridad particular; diría casi que tiene un timbre metálico; cuando los rusos pronuncian ciertas letras de su lengua, completamente distintas de las que componen los dialectos de Occidente, parece que se oye el tanido del bronce.

Veíamos pasar cuerpos de reserva, que se acercaban con premura al teatro de la guerra; los cosacos iban uno por uno al ejército, sin orden, sin uniforme, una gran lanza en la mano y con una especie de hopalanda grisácea, cuyo amplio capuchón se echaban por la cabeza. Yo me había formado una idea muy diferente de estos pueblos; habitan allende el Dniéper, y allí viven en salvaje independencia; pero en la guerra se dejan gobernar despóticamente. Lo habitual es que los más temibles ejércitos lleven magníficos uniformes, de brillantes colores. Los colores apagados con que se visten los cosacos infunden un pavor de otro género; diríase que son unos aparecidos que nos acometen.

A mitad de camino, entre Kiew y Moscou, los