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por Pedro I, y, sin menoscabo de la admiración que este grande hombre inspira, hay no sé qué desagradable contraste entre la ferocidad de su genio y la regularidad ceremoniosa de su vestido. Tuvo razón al desarraigar, en cuanto estuvo de su parte, las costumbres orientales de su nación? ¿La tuvo para colocar la capital al Norte y en un extremo de su imperio? Esta importante cuestión aún no está resuelta; a tan vastos pensamientos, sólo los siglos pueden ponerles un digne comentario.

Subí a la torre de la catedral, llamada Ivan—Veliki, desde donde se domina la ciudad; desde allí veía el palacio de los Zares, que conquistaron con sus armas las coronas de Kazan, de Astrakán y de Siberia. Ofa los cánticos de la iglesia, en que el católico príncipe de Georgia oficiaba en medio de los habitantes de Moscou, formando una unión cristiana de Asia y Europa. Mil quinientas iglesias atestiguaban la devoción del pueblo moscovita.

Los establecimientos comerciales de Moscou tenían carácter asiático; hombres con turbante, vestidos otros con la variedad de trajes del Oriente, mostraban las más raras mercancías; las pieles de Siberia y los tejidos de la India brindaban los placeres del lujo a esos grandes señores cuya imaginación se deleita con las cibelinas de los samoyedos y con los rubíes de los persas. Aquí, el jardín y el palacio Rosamuski encerraban una magnifica colección de plantas y minerales; más DIZ AÑOa 15