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rroen en la atmósfera bonapartista, no sabía ya qué pensar de mi opinión propia; mi sangre me prohibía renunciar a ella; pero no siempre bastaba mi razón para defenderme de tantos sofismas. Por eso sentí una viva emoción al oír de nuevo la voz de Inglaterra, con la que casi siempre hay seguridad de hallarse de acuerdo, cuando trata uno de merecer la estimación propia y la de las personas de bien.

Al día siguiente, el conde Orloff me invitó a pasar el día en la isla que lleva su nombre. Es la más agradable de todas las del Neva; las encinas, producción rara en este país, sombrean el jardín. El conde y la condesa Orloff emplean su fortuna en recibir a los extranjeros con tanta facilidad como magnificencia; se encuentra uno en su casa tan a gusto como en un retiro campestre, y se disfruta de todo el lujo de las ciudades. El conde Orloff es uno de los grandes señores más instruídos de Rusia; su amor a su país es de tal profundidad, que conmueve sin remedio. El primer día que pasé en su casa acababa de proclamarse la paz con Inglaterra; era domingo; en su jardín, abierto aquel día a los paseantes, vefanse gran número de esos comerciantes barbudos que conservan en Rusia el traje de los mujiks, es decir, de los campesinos. Varios de ellos se agruparon para escuchar la orquesta del conde Orloff, que es excelente; ofmos la canción inglesa God save the King—Dios proteja al rey—, canto de la libertad en un país donde el monarca es el primer