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la honra de acercarse a hablar conmigo. Lo que más me impresionó en él al pronto fué una expresión de bondad y dignidad tal, que ambas cualidades parecían inseparables, como si hubiera hecho de ellas una sola. Me impresionó también mucho la noble sencillez con que abordó los grandes problemas de Europa desde las primeras palabras que tuvo a bien dirigirme. El miedo a tratar de cuestiones serias que han imbuído a la mayor parte de los soberanos de Europa, me ha parecido siempre signo de mediocridad; temen pronunciar palabras que signifiquen algo real. El Emperador Alejandro, por el contrario, habló conmigo como hubieran podido hacerlo los hombres de Estado ingleses, que ponen su fuerza en sí mismos y no en las barreras que puedan rodearlos. El Emperador Alejandro, a quien Napoleón ha querido rebajar en el aprecio público, es hombre de notable entendimiento, muy instruído, y creo que no podrá encontrar en su imperio un ministro que valga más que él en lo tocante al juicio y dirección de los asuntos de Gobierno. No me ocultó que lamentaba la admiración a que se había dejado arrastrar en sus tratos con Napoleón. El abuelo de Alejandro sintió también gran entusiasmo por Federico II. En el género de ilusión que inspira un hombre extraordinario hay siempre un motivo generoso, cualesquiera que sean los males que resulten de ella. El Emperador Alejandro pintaba, no obstante, con mucha sagacidad el efecto que le habían causado sus consy