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versaciones con Bonaparte, en las que éste decía cosas muy opuestas, como para suscitar la admiración con cada una, sin dejar paso a la consideración de que eran contradictorias. Me refirió también las lecciones de maquiavelismo que Napoleón había creído conveniente darle. "Miradle había dicho, yo tengo mucho cuidado en indisponer a mis generales y a mis ministros entre sí, para que los unos me descubran las faltas de los otros; mantengo en torno mío una rivalidad continua por el modo de tratar a los que me rodean; cada día se cree preferido uno, y nunca puede nadie estar seguro de mi favor." ¡Cuán vulgar e inmoral es esta teoría! ¿No habrá alguna vez un hombre superior a este que demuestre su inutilidad? Sería conveniente para la sagrada causa de la moral que ésta acompañara y favoreciera de modo ostensible los grandes triunfos en la escena del mundo; quien siente la plena dignidad de esa causa, sacrifica gustoso por ella todos los triunfos posibles; pero también habría que demostrar a los presuntuosos que ven en los vicios del alma un signo de profundidad de pensamiento, que si algunas veces el entendimiento acompaña a la inmoralidad, la virtud es un don del genio. Al convencerme de la buena fe del Emperador Alejandro en sus relaciones con Napoleón, me convencí también de que no seguiría el ejemplo de los desdichados soberanos de Alemania, y que no firmaría la paz con quien es tan enemigo de los pueblos como de los reyes. Un alma noble