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vinieron después a cantar aires de su país, sumamente agradables, unos alegres, otros melancólicos, a veces las dos cosas al mismo tiempo.

Estas canciones acababan a veces bruscamente en la mitad de la melodía, como si la imaginación de estos pueblos se fatigara antes de terminar lo que al pronto le agradaba, o como si le pareciera más sabroso destruir el encanto en el momento mismo de su mayor efecto. Así, la sultana de las Mil y una noches interrumpe su relato cuando el interés es más vivo.

En medio de tantas diversiones, el señor de Narischkin propuso un brindis por el triunfo de las armas rusas e inglesas reunidas, y en el mismo instante dió la señal a su artillería, casi tan ruidosa como la de un soberano. La embriaguez de la esperanza se apoderó de todos los invitados; yo me sentí basada en lágrimas. Fuerte cosa que un tirano extranjero me redujese a desear la derrota de los franceses. "Deseo—dije yo entonces la caída del opresor de Francia y de Europa, porque los verdaderos franceses triunfarán si es vencido." Los ingleses y los rusos, el señor de Narischkin el primero, aprobaron mi parecer, y el nombre de Francia, semejante en otro tiempo al de Armida, se oyó de nuevo con benevolencia por los caballeros de Oriente y del mar que iban a combatir contra ella.

Los grandes señores rusos crían en sus palacios algunos kalmucos de facciones aplastadas, como para conservar algún ejemplar de aquellos