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tártaros vencidos por los esclavones. Por el palacio Narischkin corrían dos o tres kalmucos semisalvajes. Son bastante agradables en la infancia, pero a los veinte años pierden el encanto juvenil; testarudos, a pesar de ser esclavos, divierten a sus amos con su resistencia, como una ardilla que forcejea tras los hierros de una jaula. Es penoso contemplar tales ejemplares de la especie humana envilecida; me parecía estar viendo, en medio de todas las pompas del lujo, una imagen de lo que puede ser el hombre cuando ni la religión ni las leyes le dignifican; tal espectáculo abatía el orgullo que pueden inspirar los goces de la fortuna.

Unos carruajes de paseo muy largos, tirados por magníficos caballos, nos llevaron al parque después de comer. Era a fines de agosto; sin embargo, el cielo estaba pálido, y el verdor de las praderas era casi artificial, porque sólo se conservaban a fuerza de cuidados. Las mismas flores parecían un goce aristocrático, por lo mucho que cuesta lograrlas. No se oía el piar de los pájaros en las arboledas; no se fiaban de un verano tan fugaz; tampoco se veía ganado en las praderas, para que no destrozaran las plantas que tanto trabajo costaba cultivar. El agua fluía trabajosamente, y tan sólo con ayuda de las máquinas que la llevaban al jardín; todo este paisaje parecfa una decoración que iba a desaparecer en cuanto los espectadores se marcharan. Nuestros carruajes se detuvieron ante unos pabellones que Diaz